miércoles, 25 de mayo de 2011

7 de Agosto 1956

El teniente Eduardo Vicuña se durmió pensando en los seis camiones cargados con dinamita que cuatro horas antes habían llegado de Buenaventura escoltados por treinta soldados. Eran explosivos arribados en barco con destino a Bogotá para ser utilizados por el Ministerio de Obras Públicas en varios proyectos de construcción de vías en Cundinamarca y Antioquia.

El mayor temor del Ejército era que, en algún lugar del recorrido, los guerrilleros pudieran robar el cargamento y hacerse a una provisión de dinamita suficiente para volar una ciudad. Nadie imaginó que semejante temor se haría realidad apenas unas horas más tarde del arribo del explosivo a Santiago de Cali.

El teniente Vicuña, oficial de servicio a cargo del Batallón Pichincha el 6 de agosto de 1956, se reunió con otros oficiales para decidir dónde deberían parquear los camiones con el explosivo esa noche, antes de seguir su viaje a la capital. Los conductores, exhaustos por la travesía desde Buenaventura, los habían dejado en las afueras del Batallón.



La proximidad del alijo atemorizaba a los soldados y los conductores fueron obligados a llevar los carros hasta los patios de la estación del ferrocarril, un lugar que parecía ideal porque, aunque estaba al aire libre, contaba con muros para evitar que alguien se aproximara. Un grupo de soldados fue encargado de custodiar los camiones. Eran las 7:00 p.m. cuando, finalmente, el teniente Vicuña pudo irse a su casa, muy cerca del batallón, en donde ahora queda el Centro Administrativo Municipal. Vivía con su mujer, entonces embarazada de su hija Alejandra, y con sus hijos Hernando, de dos años, y Eduardo, de cuatro.

Todo el día había hecho un sol duro, sin nubes. La noche llegó fresca y silenciosa. Afuera, en la calle, se oían chicharras y grillos y el agua del río Cali. La ciudad era una urbe en construcción con apenas 600.000 habitantes, la cuarta parte que tiene hoy. La vida transcurría lenta y sigilosa, como si nada extraordinario fuera a pasar nunca.

A la 1:07 a.m., un estruendo de vidrios y piedras despertó al teniente Vicuña. Consciente de que algo enorme había pasado, se levantó y se puso el uniforme de campaña. De lejos, el cielo se veía rojo, como salpicado de sangre. Diez minutos más tarde, una volqueta del batallón con doce soldados y un cabo, pasó a recogerlo. La orden era ir hasta el centro y ver qué había ocurrido.

Tal vez fue culpa del temor que se fue apoderando de todos, pero Vicuña recuerda que no oían gritos ni llanto ni pedidos de auxilio, sólo el polvo de ladrillo que llovía desde el cielo rojizo. Ninguno de los soldados decía nada. Unos minutos después, por el parabrisas de la volqueta, el horror de la tragedia se expuso como una proyección macabra: la ciudad ardía y todo lo que comenzaron a escuchar fue el crujido de las llamas avivadas por el viento.

Conchita López, sobreviviente, recuerda que la puerta de su casa fue arrancada por la onda explosiva y que quedó en el patio, hecha ripio. El único que murió en su casa fue Nacho, un perro ahogado por la lluvia de vidrios de las ventanas destrozadas.

Leticia Martínez perdió a un hermano y a sus sobrinas. Su casa, muy cerca de la estación, fue borrada y los cuerpos lanzados a más de trescientos metros de distancia, junto con los muros, las camas, las tejas del techo y todo lo demás.

Nadie imaginó entonces la verdadera dimensión de la tragedia. Nicolás Figueroa recuerda haber visto cadáveres en las copas de los árboles y trozos de cuerpos en los postes de energía. Él se salvó sólo porque se había escapado de su mujer con unos amigos. Un hermano suyo cuenta que nunca se repuso de la suerte de quedar vivo, a cambio perder a su familia.

Leonardo Andrade enontró a su hermana Maribel y a su esposo Pedro Mosquera junto a sus hijos, Tomás, Cipriano y Margarita. Todos aplastados por el muro de su casa cuando se vino abajo. Los heridos corrían desnudos, sin saber qué pasaba, gritaban, alzaban las manos, pedían auxilio. Conchita López recuerda que vio a un hombre con una varilla atravesada en el muslo. Corría con una niña en brazos, indiferente del dolor y de la sangre que le brotaba por la pierna. La pequeña tenía quizás once años y ya estaba muerta. El hombre se desplomó y ella no sabe al fin qué pasó con él.



El teniente Vicuña, ahora de 82 años, no olvida que esa madrugada y el resto del día del siete de agosto trabajó con sus hombres recuperando cuerpos de aquí y de allá, cientos de ellos irreconocibles, licuados por el impacto. La pila de restos amenazaba con iniciar una epidemia, entonces debieron pedir una retroexcavadora propiedad de la Alcaldía para que abriera un hueco. Allí, a la manera de una tumba gigante, fueron depositando las víctimas. La luz del día sólo sirvió para comprobar los peores temores. En total, fueron más de 4.000 personas, niños, mujeres, ancianos, hombres, los sobrevivientes iban y venían preguntando por sus familiares. Cali era un tropel de sirenas y llanto y gritos. Las agencias de prensa informaron al mundo la tragedia. Algunos creyeron que, en efecto, la ciudad toda había desaparecido. Hay quienes dicen que el estruendo se oyó a más de cien kilómetros de distancia y que el fogonazo se vio desde Buga y Tuluá. Para el teninete Vicuña, esa madrugada fue la peor ‘guerra’ de su larga vida como militar. Jamás vio tantos cuerpos ni dolor.

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